Redes Sociales.- En un rincón remoto del Atlántico Sur, en la isla de Santa Elena, vive uno de los seres más extraordinarios del planeta: Jonathan, una tortuga gigante originaria de Seychelles que, en 2025, alcanza la impresionante edad estimada de 192 años, lo que lo convierte en el animal terrestre más longevo conocido hasta la fecha.
Su vida comenzó alrededor de 1832, antes de que existiera el teléfono, la bombilla o la fotografía. Su longevidad no solo es una hazaña biológica, sino también un testimonio viviente de la historia humana. Jonathan figura en el libro de los récords Guinness con dos títulos: el animal terrestre vivo más viejo del mundo y el quelonio más longevo jamás registrado, distinción que incluye tanto a tortugas terrestres como marinas.
Jonathan llegó a Santa Elena en 1882 desde las Islas Seychelles, acompañado por otras tres tortugas. Desde entonces, ha vivido en los jardines de Plantation House, residencia oficial del gobernador del territorio británico. La estimación de su edad se basa en una fotografía tomada alrededor de 1900, durante la Guerra Bóer, donde aparece una tortuga junto a un prisionero de guerra; los expertos creen que se trata del mismo Jonathan.

A pesar de su avanzada edad, el estado de salud de Jonathan sigue siendo sorprendentemente bueno. Aunque ha perdido la vista y el olfato, su oído continúa en perfectas condiciones y reacciona con entusiasmo a la voz de su veterinario, especialmente durante las sesiones de alimentación manual que se realizan una vez por semana.
Jonathan comparte su hábitat con otras tres tortugas gigantes: David, Emma y Fred. Los cuidadores han notado que, incluso con casi dos siglos de vida, Jonathan aún muestra interés reproductivo, particularmente hacia Emma y, en algunas ocasiones, hacia Fred.
Hoy en día, Jonathan no es solo un récord viviente, sino también un símbolo de la conservación animal. Su figura adorna la moneda de 5 centavos de Santa Elena y su historia inspira a proteger el medio ambiente y valorar la biodiversidad. Vivir 192 años no es solo una proeza biológica, es también una lección de respeto hacia la naturaleza y su asombrosa capacidad de resiliencia.



