Corría el año 2021 cuando el reportero, documentalista y cronista mexicano Diego Enrique Osorno se encontró, de repente, en medio de una situación un tanto peculiar. Por un lado, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) le había invitado a participar en una travesía por el Atlántico, en un viejo barco, una forma de difundir su mensaje contra el capitalismo criminal. Por otro, Ismael El Mayo Zambada, viejo capo del Cartel de Sinaloa, le contactaba para tener una charla en persona, cosa que solo había ocurrido una vez con un periodista, Julio Scherer, en décadas de carrera delincuencial. Si ambas propuestas resultaban extraordinarias por sí solas, combinadas formaban un horizonte que trascendía lo onírico.
El encuentro con Zambada se produciría ese mismo año, en las montañas del norte de México, tres horas en total, a caballo entre la tarde y la noche, en una casa parecida, o quizá la misma, que la que describía Scherer 14 años atrás. Los dos hablan de las mecedoras de Zambada, del tono ascético del capo criminal, que, con Osorno, coloca carne asada, verduras, frijoles y tortillas encima de la mesa. Sin hablar demasiado, el último líder histórico del clan de Sinaloa dice muchas cosas. “Nosotros nos dedicamos a un negocio que necesita Estados Unidos. Eso hacemos”, dice en un momento. “No se crea que nuestra vida es buena”, añade después, “Batallamos, como todos. Hay que trabajar mucho para mantener los negocios y la familia”.
Esa plática y los preparativos para embarcarse en La Montaña, el barco zapatista, son dos de los tres pilares que sostienen la primera parte del nuevo libro de Osorno, En la Montaña, que Anagrama publica estas semanas, y que la editorial ha facilitado a EL PAÍS. La charla con el capo aparece en pequeños capítulos bajo el epígrafe Norte. El título Sur cobija los preparativos viajeros y su despertar al zapatismo, años atrás. El tercer pilar, Centro, es un ensayo desordenado sobre la violencia que atenaza a México desde hace casi 20 años, que ha ido bajando del río Bravo al Suchiate, de Ciudad Juárez a Tapachula, un diálogo también con el escritor Sergio González Rodríguez, pionero en la cobertura de la violencia y sus consecuencias.
Los pequeños capítulos que recogen la entrevista con Zambada trufan las primeras 100 páginas. En 2021, el capo seguía libre, situación que cambió este verano. En julio, las autoridades lo detuvieron en Estados Unidos, víctima de una treta del hijo de su viejo socio, Joaquín El Chapo Guzmán, condenado a cadena perpetua en aquel país. Zambada está preso ahora en Nueva York, como antes su hijo o su hermano, y tantos otros integrantes de la organización criminal. Algunos han colaborado con las autoridades allá, otros no. Falta ver qué hace el capo, cuya ausencia en Sinaloa ha provocado una guerra que va camino ya de los dos meses y que ha dejado cientos de víctimas.
Solo un periodista antes, Julio Scherer García, fundador de la revista Proceso, había entrevistado al líder criminal. Su texto apareció en la publicación en 2010 una entrevista que cimbró al país, la foto del capo y el reportero en la portada. En uno y otro caso, fue Zambada el que hizo contacto. En los dos, logró arrastrar a los reporteros a los cerros del triángulo dorado, entre Sinaloa, Durango y Chihuahua, para charlar con ellos. “Hablando de guerras y revoluciones”, escribe ahora Osorno, “la conversación [con Zambada] deriva hacia la dicotomía guerra-paz”. Y luego cita al propio capo, que dice: “Siempre ha habido guerras”.
La conversación continúa, dibujando parte del universo, según Zambada. “De [Pancho] Villa dijeron igual que era terrorista… Ahora Estados Unidos nos va a decir terroristas a nosotros y con esa justificación luego nos van a querer poner una bomba”, dice. Vuelan a la mente las declaraciones de Donald Trump, en su primer mandato como presidente de EE UU, sobre sus intenciones de designar a los carteles mexicanos como organizaciones terroristas. Osorno interviene. “¿Ustedes qué son?”, dice. Y el otro contesta: “Nosotros nos dedicamos a un negocio que necesita Estados Unidos. Estamos en contra de los que traicionan y de los que matan niños”.
El Zambada de Osorno recuerda al de Scherer, lo que refuerza las pinceladas de ambos, el gusto por el monte, la vida en el campo, el dolor por no ver a su hijo Vicente, detenido y extraditado hace más de 15 años, del que apenas habla. El autor ilumina la profundidad del carácter mediador de Zambada. “Fui Gobierno”, revela el líder criminal. Resulta que el capo, hijo de campesino, fue comisario de bienes comunales del algún ejido. Interesa esa fijación en las virtudes negociadoras de Zambada. Concentra una discusión interesante. Por un lado, EE UU y la competencia de brocha gorda de sus agencias de seguridad, por capturar líderes delincuenciales, sin atender las consecuencias. Por otro, las críticas del Gobierno mexicano actual y buena parte de sus seguidores y la izquierda amplia, que critican esos golpes irresponsables al avispero criminal.
“La paz no se dice, la paz se hace”, dice Zambada, “la paz surge de la lealtad”. Qué ironía. Tres años después de aquella conversación, sus palabras enmarcan la realidad sinaloense, el día a día, la batalla de la gente que de le apoyaba, contra el grupo que apoya a los hijos de El Chapo Guzmán. “¿Cómo es el negocio del narcotráfico?”, pregunta Osorno. “Hay mucha gente de palabra”, contesta su interlocutor, “pero también hay muchas traiciones”. Osorno cuestiona entonces cómo se puede acabar con el narcotráfico, con la violencia. Zambada zanja: “El narcotráfico no se acaba, la violencia no es nuestro negocio”.